¿Por qué muchas veces
decimos sí cuando sería mejor decir no?
Nuestra tendencia a ser
complacientes con los demás puede traernos nefastas consecuencias.
No hace mucho
estuve de vacaciones en Santiago de Compostela, España. Paseando con un amigo
por los alrededores de la catedral, se nos acercó una joven, aparentemente
muda, y nos invitó a que leyéramos y firmáramos lo que parecía ser una especie
de manifiesto para pedir la promulgación de una ley a favor de los derechos de
las personas con discapacidad en el habla.
Mi amigo,
tomado por sorpresa, e ignorante de lo que se avecinaba, tomó rápidamente el
manifiesto entre sus manos, lo leyó, y acto seguido estampó su firma de
conformidad al final de la hoja. Mientras lo hacía, yo di un par de pasos hacia
atrás para tomar distancia y poder contemplar el espectáculo inminente desde un
lugar de privilegio.
Una vez que mi
amigo accedió a ese inofensivo pedido inicial, la muchacha raudamente le
entregó un segundo papel en el que le preguntaba cuántos euros estaba dispuesto
a donar a la causa. Mi amigo quedó desconcertado y yo regocijado. Habiendo
aceptado que estaba a favor de los derechos de la gente muda, había quedado el
camino allanado para que no se pudiera negar a un segundo pedido, totalmente
consistente con el primero, pero algo más oneroso.
De todas
formas, mi diversión no resultó gratuita. Sin tener un centavo en el bolsillo,
y desarmado de la astucia necesaria para escapar de la trampa, mi amigo me
pidió prestados cinco euros para darle a la chica.
Otras personas
con diferentes discapacidades nos abordaron luego, en otras ciudades de España,
e incluso en el puente de Londres cuando fuimos a Inglaterra, utilizando en
esencia la misma estrategia. En todos los casos, mi amigo se negó a aceptar
leer cualquier cosa que intentaran poner en sus manos, alegando que “no hablaba
el idioma”.
El poder del compromiso y la autoimagen
positiva
Es más probable
que aceptemos una propuesta a la que naturalmente nos negaríamos si previamente
se nos ha inducido a aceptar un compromiso de menor cuantía. Cuando decimos
“sí” a un pedido de aparente poco valor, quedamos bien predispuestos para decir
“sí” a un segundo pedido, mucho más importante, y que muchas veces constituye
el verdadero interés del individuo que solapadamente nos está manipulando.
¿Por qué resulta tan
difícil decir “no” en casos como este? ¿Por qué no
encontramos la forma de escabullirnos aún sabiendo, o sospechando, que estamos
siendo víctimas de una pequeña pero sofisticada manipulación? Para poder responder
a esto, déjeme hacerle una pregunta: ¿se considera usted una persona solidaria?
En el caso de
que su respuesta sea afirmativa, entonces le hago una segunda pregunta: ¿se
considera solidario y en consecuencia hace donaciones regularmente a
instituciones de caridad o da limosna a las personas pobres en la calle? ¿O es
porque da limosna a los pobres en la calle que se considera solidario?
Examinándonos a nosotros mismos
Lo aceptemos o
no, la mayor parte del tiempo nos creemos dueños de la verdad, sobre todo en
cuestiones que tienen que ver con nuestra personalidad o que de alguna forma
nos conciernen. Si hay algo en lo que nos consideramos expertos, es en nosotros
mismos; y parece bastante obvio que nadie está en condiciones de asegurar lo
contrario.
Sin embargo, y contra todo
pronóstico, los estudios dicen que no nos conocemos tan bien como pensamos.
Un número
importante de investigaciones sugiere que la etiqueta que nos ponemos, (por
ejemplo: “solidario”) resulta de la observación que hacemos de nuestra propia
conducta. Es decir, primero miramos cómo nos comportamos ante determinada
situación, y en función de ello, extraemos conclusiones sobre nosotros mismos y
nos aplicamos el rótulo correspondiente.
Mientras mi
amigo firmaba la petición inicial, al mismo tiempo estaba monitoreando su
propia conducta, lo que contribuyó a forjar una autoimagen de persona bien
predispuesta o cooperativa con los demás. Inmediatamente después, confrontado
con un pedido en sintonía con el primero pero de un costo mayor, mi amigo se
sintió impelido a responder de manera consistente con la idea que ya se había
formado de sí mismo. Para ese entonces ya era demasiado tarde. Actuar
contradictoriamente en un lapso de tiempo muy breve genera cierto malestar
psicológico del que resulta muy difícil librarse.
El experimento del cartel
En un
fascinante experimento, dos personas iban de casa en casa en un barrio
residencial para pedirles a los propietarios su colaboración en una campaña de
prevención de accidentes de tráfico.
Les solicitaban
permiso, nada más ni nada menos, que para instalar en el jardín de sus casas un
cartel gigantesco, de varios metros de largo, que decía “conduzca con
precaución”. Para ejemplificar cómo iba a quedar una vez que estuviera
colocado, les mostraban una foto en donde se veía una casa escondida detrás del
aparatoso y poco estético letrero.
Como era de
esperarse, prácticamente ninguno de los vecinos consultados aceptó semejante
pedido absurdo y desmesurado. Pero, en forma paralela, otro par de psicólogos
hizo el mismo trabajo a pocas calles de distancia, pidiendo autorización para
colocar en las ventanas de las casas una pequeña calcomanía con el mismo
mensaje. En este segundo caso, por supuesto, casi todo el mundo estuvo de
acuerdo.
Pero lo curioso
del asunto es lo que ocurrió dos semanas después, cuando los investigadores
volvieron a visitar a aquellas personas que habían estado de acuerdo con la
colocación de la calcomanía para preguntarles si les dejarían instalar el poco
glamoroso cartel en el centro del jardín. Esta vez, por irracional y estúpido que parezca,
aproximadamente el 50 % de los propietarios estuvieron de acuerdo.
¿Qué había
ocurrido? La pequeña petición que habían aceptado en la primera ocasión había
allanado el camino para una segunda petición mucho mayor, pero orientada en el
mismo sentido. Pero, ¿por qué? ¿Cuál era el mecanismo de acción cerebral que
estaba detrás de semejante conducta absurda?
Manteniendo una autoimagen coherente
Cuando los
vecinos aceptaron la calcomanía, comenzaron a percibirse a sí mismos como
ciudadanos comprometidos con el bien común. Luego, fue la necesidad de sostener
esa imagen de personas que cooperan con causas nobles, las que los empujó a
aceptar el segundo pedido.
El deseo
inconsciente de comportarnos de acuerdo a nuestra propia imagen parece ser un
instrumento muy poderoso una vez que hemos aceptado cierto grado de compromiso.
Conclusión
Así como nos
fijamos en las cosas que hacen los demás para extraer conclusiones, también
ponemos atención a nuestros propios actos. Obtenemos información sobre nosotros
mismos observando lo que hacemos y la decisiones que tomamos.
El peligro radica
en que
muchos timadores se aprovechan de esta necesidad humana de coherencia interna
para inducirnos a aceptar y manifestar expresamente cierto grado de compromiso
con alguna causa. Saben que, una vez que adoptamos una postura, será difícil
salir de la trampa, naturalmente tenderemos a aceptar cualquier propuesta
posterior que se nos formule con tal de preservar nuestra propia imagen.
por Sergio
Lotauro